Vivir de la Eucaristía

Juan Carlos Carvajal Blanco

Profesor UE San Dámaso

Y de pronto, por la crisis del coronavirus y por las disposiciones de las autoridades eclesiásticas y sanitarias, en los lugares de culto se dejaron de celebrar los sacramentos con presencia de fieles. Y de repente, sin mayor disposición ni aprendizaje, los sacerdotes tuvimos que ejercitarnos en celebrar la Eucaristía solos, y los demás cristianos se vieron obligados a unirse a las celebraciones por vía televisiva o telemática. En los días más aciagos de la pandemia, la práctica totalidad del Pueblo de Dios se unió a la celebración del Triduo pascual –memorial de nuestra salvación– pegados a las pantallas. El corazón en alerta, los sentimientos en la garganta y las tripas anudadas entre el miedo y la esperanza…

Han sido días muy duros, en los que todos hemos sido probados en la fe y forzados a profundizar en el verdadero valor de la Eucaristía. Es cierto, no estábamos preparados. Cada uno hizo lo que pudo y sacó los recursos que otorga la creatividad y, también, el Espíritu. Algunos curas, como dice el profeta Joel, lloraban entre el atrio y el altar (cf. Jl 2,17), al celebrar en sus casas o en los templos vacios. Otros se preocuparon de poner fotografías en los bancos de las iglesias para hacerse más conscientes de los feligreses ausentes. Y no faltaron quienes, diestros en las nuevas tecnologías, se afanaron por retransmitir puntualmente las celebraciones eucarísticas. Por su parte, la práctica totalidad de los fieles, aislados en sus casas, iban de la misa retransmitida desde Santa Marta a la que el obispo celebraba en la Diócesis, pasando por la emitida en streaming desde la propia parroquia o desde la del cura amigo; tratando, una y otra vez, de ahondar en la comunión espiritual. No caben dudas de que, gracias al Espíritu y de un modo solo conocido por Dios, estas celebraciones han sostenido la fe tanto del Pueblo de Dios como de sus ministros y han sido fuente de vida en la pandemia.

Sin embargo, mirando más de cerca la expresión y vivencia que se ha tenido de la Eucaristía, uno tiene la sospecha de que todavía nos queda mucho –tanto a los sacerdotes como al resto del pueblo de Dios– para penetrar en el Misterio central de nuestra fe. Nos falta una fe suficientemente formada que nos permita comprender de qué modo nuestras vidas están entrañadas en la celebración en la que Cristo hace ofrenda de sí mismo para gloria del Padre y nuestra salvación.

– Los ministros del único Sacerdote y servidores del sacerdocio del Pueblo de Dios, ¿éramos consciente de ello?, ¿no nos perdíamos en preparativos, en charletas o en algún pequeño show? No quiero hacer mención de aquellos que competían por coleccionar visionados o “me gusta”. Y los que celebraban solos, ¿en qué medida se hicieron conscientes de que la vida del Pueblo de Dios, con todos sus dramas, pasaba por el acto penitencial, por la oración universal, por las ofrendas, por el memento de vivos y el de difuntos…? Muchas misas, ¿no fueron simplemente “rezadas”?…

– Por su parte, el Pueblo cristiano siguió la retrasmisión de las misas como nunca. Pero he de confesar que su peregrinar de una a otra emisora me entristeció. Bien sé que para muchas personas mayores, que vivían en soledad, les sirvió de compañía y consuelo. Pero, ¿cuántos ancianos o jóvenes, doloridos por una pérdida o amenazados por un ERTE…, comprendieron que su vida estaba en ese altar? Más aún, ¿cuántos, más allá de la pura devoción individual, se reconocieron en esas celebraciones como verdaderos sacerdotes, en la que no solo se ofrecían a sí mismos, sino que también recogían en su ofrenda el dolor, las pérdidas, la entrega y la generosidad de la que fueron testigos durante esos días?

Por favor, en estas palabras no va ningún reproche; pero tampoco puede ser tomadas como una mera erudición teológica. En la celebración de la Eucaristía se juega la dignidad y la vocación del cristiano. Ella es “la fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG 11). Es cierto, la Eucaristía se consuma por la comunión sacramental en el Cuerpo de Cristo; pero ¿qué es esta comunión sin reconocerse introducido en la dinámica eucarística, no solo de la celebración, sino de la misma vida? Sinceramente hemos de reconocer que nuestros procesos iniciáticos no terminan de poner en el centro, no ya la celebración eucarística, sino la vida eucarística. El valor identitario que tiene la Eucaristía para el cristiano queda perdido entre unas “primeras comuniones” amenazadas por intereses familiares o por la utilización funcional por parte de las comunidades.

Unas palabras del papa Benedicto no sólo iluminan, sino también dan orientación a lo que digo. En su exhortación postsinodal Sacramentum caritatis, en el apartado en el que pone en relación Eucaristía e Iniciación cristiana, el Papa emérito afirma: “puesto que la Eucaristía es verdaderamente fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia, el camino de iniciación cristiana tiene como punto de referencia la posibilidad de acceder a este sacramento”; y poco más adelante da la razón de esta referencia: “la santísima Eucaristía lleva la iniciación cristiana a su plenitud y es como el centro y el fin de toda la vida sacramental” (SCa 17). La participación en la Eucaristía –entiéndaseme bien– ni es normativa ni devocional; es constituyente. En la celebración de los Misterios de Cristo se halla la precedencia-procedencia de toda la vida de la Iglesia, también la de sus miembros que quieren llevar una vida auténticamente cristiana; y es en ella donde el vivir cotidiano, en nombre de Cristo, adquiere sentido y se consuma como acción de gracias al Padre.

Desde esta afirmación, Benedicto XVI se zafa de cualquier polémica sobre el orden de los sacramentos de Iniciación, cuyas diferencias en la recepción –dice él– no responden a motivos doctrinales sino pastorales; para, a continuación, señalar un criterio que, a mi modo de ver, cualquier ámbito eclesial debe empeñarse para hacer operativo:

Las Conferencias Episcopales han de verificar la eficacia de los actuales procesos de iniciación, para ayudar cada vez más al cristiano a madurar con la acción educadora de nuestras comunidades, y a asumir en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado en nuestra época (cf. 1 P 3,15) (SCa 18).

El objetivo de la catequesis no es que el cristiano iniciado vaya los domingos a Misa –esto por supuesto–, sino que asuma “en su vida una impronta auténticamente eucarística, que le haga capaz de dar razón de su propia esperanza de modo adecuado” en las circunstancias que le toque vivir. ¡Qué lejos estamos de que esto sea un hecho en nuestras comunidades! Ni los que frecuentan las celebraciones ni los catequistas ni los mismos sacerdotes promueven, habitualmente, en sus comunidades esa vida eucarística que pasa por el reconocimiento del sacerdocio común de los fieles.

¡Cuántos prejuicios –por ignorancia– envuelven la consideración sacerdotal de los bautizados! (cf. LG 10) No nos damos cuenta de que por el sacerdocio común, los cristianos, unidos a Cristo, hacen de sus vidas un verdadero culto a Dios, a través de la entrega a sus prójimos, reconocidos como hermanos. Sin duda, todo se activa y se consuma en la celebración de la Eucaristía, pero es en la vida cotidiana donde los cristianos se ofrecen, ellos mismos junto con los que están implicados en su vida, como “un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios”. Es ahí, a través de las circunstancias que puedan ocurrir, que ofrecen a Dios su “culto espiritual” (cf. Rm 12,1-2).

Promover esta conciencia sacerdotal en el pueblo de Dios puede parecer complicado, conectarla con la Eucaristía más difícil aún; y sin embargo un pequeño rito de la Misa: la presentación de las ofrendas, nos abre el camino. Una sencilla catequesis mistagógica –mil veces reiterada y ofrecida a la consideración del Pueblo de Dios– puede manifestar el significado espiritual de este rito y ayudar a desvelar la conexión que existe entre la vida del discípulo-misionero de Jesús y el Misterio central de nuestra fe. Unas palabras del papa Francisco, nos indican el último contenido de esta catequesis:

Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone su ofrenda en las manos del sacerdote, el cual lo depone en el altar o mesa del Señor, “que es el centro de toda la liturgia eucarística” […] En el “fruto de la tierra y del trabajo del hombre”, se ofrece por tanto, el compromiso de los fieles a convertirse, obedientes a la divina Palabra, en “sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso”, “por el bien de toda su santa Iglesia”. Así “la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo” (Francisco, Audiencia general [28-II-2018]).

PDF CON EL ARTICULO: J. C. CARVAJALVivir de la Eucaristía