Lecciones del coronavirus
José Luis Saborido Cursach, S.J.
Todo fracaso, toda dificultad, todo problema o situación adversa es, antes que nada, una oportunidad. Así ha sido –o sigue siendo– la “pandemia” del coronavirus. Nunca nos habíamos encontrado en una situación semejante. Alguien que pasaba por mi lado comentó si no sería éste “el fin del mundo”… Decía Jesús: “Es preciso que eso suceda antes, pero el fin no vendrá inmediatamente” (Lc 21,9) Y añadía: “Esto os servirá para dar testimonio” (Lc 21,13).
Esta actitud es la que siempre hemos de tener cuando nos vengan las desgracias. Es importante. A eso se le llama fe o, si queréis, esperanza. Porque no somos optimistas, pero sí esperanzados. Y confiados. Además, esta fe y esta esperanza nos ayudan para aprender otra cosa: la paciencia, cosa que ya nos decía san Pablo, porque la esperanza es esperanza de lo que no se ve; si no, no sería esperanza. “Pero si esperamos lo que no vemos, estamos aguardando con perseverancia” (Rom 8,25) o, lo que es lo mismo, con “resistencia”. O “resiliencia”, se dice ahora: “capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas” (leo en internet). Y, con estas, ya son muchas las cosas que las dificultades nos pueden enseñar: fe, esperanza, paciencia y resistencia. Ninguna de estas cuatro cosas son virtudes “pasivas”, en absoluto. Son virtudes realmente “activas”: “nos ponen las pilas”…, para espabilarnos, para “estar al tanto”, para saber responder en el momento oportuno, cuando las cosas sobrevienen inesperadamente.
Nadie elige la oportunidad. Ella viene solita y se nos planta delante de las narices. Es el momento preciso para saber responder a toda circunstancia adversa que se nos presente. Pero debemos estar siempre preparados con fe, con esperanza, con paciencia y con resistencia para no dejarnos vencer. Porque somos débiles. Somos frágiles. “Hay una grieta en todo”, decía Leonard Cohen, como me recordaba un buen amigo. Pero añadía: “Así es como entra la luz”. Esa es la esperanza.
Una crisis como la del virus nos enseña que no estamos solos, que “todo está conectado”, que debemos aprender a vivir juntos, porque dependemos los unos de los otros. Es la contrapartida de la desgracia.
En estos meses de “confinamiento”, la familia ha adquirido un enorme protagonismo por la cantidad de horas que hemos tenido que pasar sin salir de casa. Este “confinamiento” ha tenido repercusión también en la catequesis, imposibilitada de su realización presencial en la parroquia. Recordemos que la familia es la primera educadora de la fe de los hijos. Y la fe lleva consigo el aprendizaje de esos valores de la fe, la esperanza, la paciencia y la resistencia. Por eso la familia es un ámbito privilegiado para aprender y contagiar estos valores, más allá del bienestar de nuestra casa:
La familia es el ámbito de la socialización primaria… La tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como hogar, es una educación para saber “habitar”, más allá de los límites de la propia casa. En el contexto familiar se enseña a recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo. Allí se rompe el primer cerco del mortal egoísmo para reconocer que vivimos junto a otros, con otros, que son dignos de nuestra atención, de nuestra amabilidad, de nuestro afecto (Amoris laetitia, 276).
Como decía mi amigo: un compañero en casa tiene el coronavirus, y por eso estamos de cuarentena todos juntos. La solidaridad en el cuidado, en la atención, en el preocuparnos los unos por los otros es lo que siempre nos sanará.
PFD DEL ARTÍCULO: SABOLecciones del coronavirus