La pandemia como oportunidad

José Luis Saborido Cursach, S.J.

Este tiempo de “confinamiento” obligado, en casa, es tiempo de oportunidades. No hay más que ver la cantidad de iniciativas creativas que, tanto en la familia como en los medios de comunicación y en los colegios, han ido apareciendo. Han salido a relucir los viejos “juegos de mesa” arrinconados en el desván, juntos todos en familia ante el parchís o el monopoly; se han inventado formas de hacer deporte sin polideportivo ni gimnasio, se han dado clases de cocina… ¡Miles de cosas para estar activos, para no estar aburridos delante de un televisor o un video-juego…! En el colegio, han surgido cientos de proyectos de enseñanza “online”, para no perder el curso. Hemos “llenado el tiempo” como hemos podido.

Todo eso está muy bien y, sin embargo, me pregunto si es esto todo lo que podríamos hacer. Este tiempo de confinamiento es tiempo de oportunidades, es verdad. Y es oportunidad para la educación en los valores.

Pensando en la catequesis, todos constatamos la enorme dificultad, en esta sociedad y cultura que hemos fabricado, para dar un espacio a la experiencia de Dios, a la experiencia de lo trascendente. Juan Martín Velasco, recientemente fallecido, insistía en la necesidad de educar en una serie de valores sin los cuales es casi imposible acceder a la experiencia de Dios. Y me da que pensar, de cara a la iniciación cristiana de nuestros niños y adolescentes –y también jóvenes y adultos– que estos valores han estado ausentes de nuestra casa en este tiempo de confinamiento.

No puedo dejar de aludir, aunque parezca una pedantería, a algo que decía el filósofo Pascal, allá por el siglo XVII, sobre la educación, y que hoy puede tener una gran actualidad: “La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es la diversión, y sin embargo, es la mayor de nuestras miserias. Porque es ésa la que nos impide principalmente pensar en nosotros, y que nos hace perder insensiblemente” (Brunschvicg 171).

Y Pascal, después de hacer ver cómo se les distrae a los reyes para que puedan pensar y preocuparse, dice lo mismo de los niños: Se les abruma de quehaceres, del aprendizaje de las lenguas y de ejercicios, y se les hace entender que no podrían ser dichosos sin que su salud, su honor, su fortuna y la de sus amigos estén en buen estado, y que una sola cosa que falte les volverá desgraciados. Así se les da cargos y quehaceres que les hacen afanar desde que apunta el día… Es porque después de tanto prevenirles de quehaceres, si tienen algún tiempo de descanso se les aconseja emplearlo en divertirse, en jugar, y en ocuparse siempre del todo” (Brunschvicg 143). Y todo ello para evitar pensar, porque pensar es peligroso… Si se les quitase la “diversión”…, «se verían a sí mismos, pensarían en lo que son, de dónde vienen y adónde van»… ¡Y ese es el problema de nuestra sociedad, como lo era ya en el s. XVII…: ¡el hacerse preguntas!, ¡el pensar!…

Lo mismo decía Pascal de la juventud de su tiempo: “…que están todos dentro del ruido, de la diversión, y en el pensamiento del porvenir… Pero quitadles su diversión y los veréis secarse de tedio; sienten entonces su nada, sin conocerla…” (Brunschvicg 164).

Tal vez, en este tiempo de confinamiento, hemos perdido la oportunidad del silencio y de otra serie de valores que son incompatibles con el activismo, la distracción, el consumo y que, sin embargo, son la base primera y la condición de posibilidad para la experiencia de Dios, de un “primer anuncio” de la fe. Son los valores de “lo inútil”: el silencio, la contemplación, la belleza, el cielo estrellado, la alegría de ser y de vivir, el amor…, la “via puchritudinis”, que nos dice el papa Francisco… Valores que pueden dar “contenido” a ese aplauso solidario de las ocho de la tarde y que nos hablan –secularmente– de la fraternidad, la generosidad y la entrega de la vida. Valores que nos “trascienden” porque nos sacan de nosotros mismos y nos acercan al misterio de “lo otro” y lo de “más allá de”… Valores que nos liberan de la “intrascendencia” de nuestra vida y de nuestra educación.

Sin la educación en la experiencia de esos valores, difícilmente la catequesis va a poder transmitir algo de Dios sin caer en el vacío. Es la parábola del sembrador, la semilla y la tierra. Sin tierra buena es imposible que la Palabra fructifique, a no ser por una intervención “milagrosa” de Dios al margen de la acción evangelizadora humana.

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