Las casas y el duelo como espacio simbólico ritual
Dra. Paula Depalma
Profesora de Teología Dogmática-sacramentaria (San Pio X)
Quería compartir algunas consideraciones respecto al ámbito simbólico y ritual, que han surgido a partir del tiempo de pandemia del COVID-19. Los templos estaban cerrados, la liturgia se redujo a su mínima expresión, no celebrábamos como lo hacíamos.Surgieron nuevos escenarios para vivir la liturgia a través de las redes como las misas en streaming, distintas celebraciones de la pascua donde grupos pequeños o grandes se juntaban gracias a las herramientas tecnológicas que permitieron cruzar las fronteras y acercar a las comunidades. Junto a este transitar de distancias largas, también se volvió imprescindible ahondar en las distancias más cortas y más esenciales. Me refiero en concreto a dos entornos, a las casas y a la situación de enfermedad y de duelo, como espacios propicios para desarrollar una ritualidad creyente.
Dos nuevos entornos
Estos dos entornos son sumamente importantes en la situación actual. El primero son las casas, los hogares. Los consideramos no solo a nivel privado sino también como espacio donde se gesta y se hace vívido lo público, y loscomprendemos en su doble dimensión positiva de familia, de acompañamiento, de cuidado, de vida, de compartir y también negativa de violencia, de discriminación de género, de interdependencia y de vulnerabilidad.
El segundo espacio es el de los enfermos. La enfermedad, la muerte, el duelo o en este caso la falta de duelo (hecho que es muy difícil de asumir) nos enfrenta a la vulnerabilidad, la limitación y la finitud. En esta sociedad que esconde la muerte, se aleja de ella y la excluye[1], y que se aferra a la ciencia para sentir seguridad frente a la enfermedad, se nos ha impuesto la incertidumbre como imperativo social y la contingencia y la finitud se vuelven particularmente presentes.
Esta doble dimensión de casas y de experiencia de cercanía de la enfermedad y de duelo es muy significativa a la hora de plantear la dimensión simbólico ritual, como expresión palpable de esta irrupción de la realidad que llama nuestra atención y que requiere de una expresión colectiva que haga presente, en nuestra situación concreta, la dimensión de la fe.
Dos relatos evangélicos
La simbolización y ritualización -en entornos domésticos y asumiendo el duelo– no son novedades de este tiempo. En la tradición judía, por ejemplo, la celebración de la pascua consiste en una reunión en los hogares en torno a la mesa donde el padre de familia recuerda que Dios ha intervenido y que, por lo tanto, va a seguir estando presente en los avatares de la vida.
Dentro del cristianismo, en muchos de los relatos de los evangelios descubrimos a Jesús en comidas y banquetes. Si observamos la última cena, se trata de un encuentro que se hace en una casa. Según el evangelio de Lucas, Jesús pide a sus discípulos que vayan a una casa y pregunten al dueño “donde está la sala donde voy a celebrar la cena de pascua” (Lc 22,9-13). Es un contexto de casa y también de duelo. La última cena es justamente la última; es una cena de despedida. Jesús sabe que tiene próximo el desenlace de su vida y que está próxima su muerte, lo comparte con los demás y lo resignifica de alguna manera, es decir, le encuentra un nuevo sentido y lo hace para todos, lo hace público. Muchos autores entienden simbólicamente este momento como de apropiación por parte de Jesús del destino que le toca asumir. Nadie le quita la vida sino que él la ofrece y le da nuevos significados “por ustedes”, “para el perdón”… El pan ocupará el lugar del cuerpo, la vida pasa a la comunidad y la comunidad acepta este hecho y beberá con Jesús su mismo cáliz…
Otro texto paradigmático de esta coincidencia de las casas y la cercanía de la muerte es, desde la tradición joánica, la conocida “unción en Betania”. Allí hay una celebración para agasajar a Jesús. Pero entre los comensales tenemos a Lázaro, que acaba de pasar por la muerte y ha sido revivido, y a Jesús que entiende lo que hace María con él, este gesto ritual de ungirle con perfumes, como una unción previa a su cuerpo que va a ser crucificado (Jn 12,1-8).
Tenemos así esta doble dimensión de las casas –en un vaivén entre lo público y lo privado– y del duelo, con un desenlace ritual que asume la situación concreta de fragilidad y de muerte y le da nuevo sentido.
Dos claves desde la vida para la actualización litúrgica
Esto nos da mucho que pensar desde estos momentos en que estuvimos confinados en casa y que tenemos tan cerca la enfermedad, la muerte y el duelo. Nos ayuda además a encontrar claves desde nuestras tradiciones para resignificarnos, para vivir profundamente lo que nos toca vivir y encontrar maneras de ritualizarlo, a la vez que para profundizar en la liturgia de la comunidad.Señalo dos claves para ello:
– Recuperar la relación de los ritos con la vida. Los hechos significativos de la vida necesitan de expresiones simbólicas compartidas para resignificarse y para ser apropiados de manera creativa. Es importante partir de los entornos que ofrece la realidad para darles sentido a partir de acciones simbólicas y rituales. Estas acciones nos permiten vivir con mayor profundidad y atención. En estos tiempos hemos hecho muchos ritos en familia y desde la vida concreta, como por ejemplo, muchas familias han hecho una cena especial el día del jueves santo (con panes caseros, corderos, bendiciendo la mesa…), han reencontrado lugares íntimos para la oración o han hecho de la enfermedad un lugar de unción y de ofrenda de la vida, entre muchos otros.
– Reforzar la relación entre los ritos “de la vida” y los de la liturgia. Las celebraciones litúrgicas, como la misa, recobran una fuerza participativa diferente cuando se concibe la vida misma en su dimensión sacramental. Los textos proféticos, de los que los evangelios se hacen eco, rechazan una liturgia desconectada de la vida. Desde el Concilio Vaticano II se promueven, por su parte, nuevos modelos de participación. Una manera de fomentarla (más allá de la vivencia espiritual interior y de distintos cauces de aggiornamento) consiste justamente en trazar este puente entre liturgia y vida. Así podemos hablar de una vida eucarística, como lo hacían los cristianos de los orígenes, y una de liturgia capaz de conectar e incidir en las situaciones concretas.
Esperemos que este tiempo de confinamiento no haya pasado en vano,sino que nos sacudaa vivir cada tiempo y cada lugar como ámbitos propicios para la comunicación y para la trascendencia. Hacer de todo tiempo y lugar un tiempo y lugar sagradosconstituye una vía derenovaciónque ayuda a vivir más hondamente la liturgia, y que permite, a su vez, que la liturgia irradie hacia la realidad y la transforme desde dentro.
[1]No podemos dejar de citar aquí a Heidegger y su descripción del ser humano como ser para la muerte.
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