ARTICULO PUBLICADO POR ALFA Y OMEGA (30 de abril 2020) de Juan Carlos Carvajal, secretario general de AECA:
En este periodo de confinamiento, las familias han hecho lo inimaginable por hacer a sus hijos llevadero este tiempo. Pero, ¿en alguna ocasión les hemos mirado a los ojos y más allá de explicaciones marchitas les hemos –nos hemos– enfrentado a la verdad de lo que está pasando?
No cabe duda de que la situación que ha provocado el coronavirus supondrá un verdadero desafío para nuestra generación. Si al principio pensábamos que una vez pasada la pandemia podríamos recuperar nuestros modos de vida con normalidad, vamos teniendo la certeza de que ya nada será igual. Sin embargo, da la impresión de que esta evidencia, al menos en la esfera pública, tratamos de ignorarla. La conciencia de vulnerabilidad que nos ha provocado la epidemia es dramática, conmueve nuestras seguridades y convierte en añejas las respuestas habituales. Como mecanismo de defensa, tratamos de ignorar la verdadera encrucijada en la que estamos metidos.
En esta situación hay unos agentes que tienen un especial significado: los niños. Si siempre en el presente se juega el futuro, entonces los más jóvenes se han convertido en los protagonistas de lo que está por venir. Sin embargo, para que no sean arrastrados por la inercia ni se desesperen por la pérdida del paraíso, para que aprendan a discernir las posibilidades y lleguen a ser creadores de algo nuevo, es preciso que hoy conozcan la verdad de los que estamos viviendo.
¿Estamos descubriendo la realidad a los más pequeños o más bien se la ocultamos? ¿Qué relato les hacemos? ¿Qué explicaciones y sentido les damos? Alguien puede pensar que, en esta situación, lo más apropiado es que corramos un tupido velo sobre la realidad y que les protejamos de tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta soledad, tanta muerte como se nos impone. Que la mejor muestra de cariño es mantenerlos al margen, en un mundo de la ilusión y juego o confiados en el prodigio fantástico de la ciencia y la técnica…
A este respecto resulta especialmente iluminadoras las palabras que Dostoyevski pone en labios del príncipe Mishkin, protagonista de su novela El idiota: «A un niño se le puede decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que los adultos se forman sobre los niños. Estos no son comprendidos jamás, ni siquiera por sus padres… ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia».
Qué razón tiene Dostoyevski, los adultos minusvaloramos a los niños, les creemos incapaces de ver la realidad, incluso de afrontarla. Cabe la sospecha de que al tratar de proteger a los niños, en realidad, somos nosotros los que buscamos protegernos de la verdad de las cosas. Los niños no tienen miedo a la verdad, solo esperan que los mayores que los quieren los tomen de la mano para encaminarse hacia ella.
En este periodo de confinamiento, las familias –muchas de ellas heridas por el zarpazo de la pandemia– han hecho lo inimaginable por hacer a sus hijos llevadero, incluso divertido, este tiempo. Pero, ¿en alguna ocasión les hemos mirado a los ojos y más allá de explicaciones marchitas les hemos –nos hemos– enfrentado a la verdad de lo que está pasando?
Pocas veces como en este tiempo nuestra generación se ha enfrentado a su vulnerabilidad y su grandeza, a su dignidad y su miseria, a su fracaso y su esperanza. Muchas familias han padecido la muerte de sus mayores, la imposibilidad de acompañarlos y darles el último adiós. ¿Cómo se les explica a los niños la pérdida de sus abuelos? En otras muchas, los adultos han vivido situaciones de riesgo extremo, a veces con miedo, pero no exentas de generosidad. ¿Qué razones dar para superar lo uno y justificar la otra? Tampoco faltan familias, cada vez más, que por la pérdida del empleo se enfrentan a la angustia de la precariedad, cuando no a la pobreza. ¿Dónde alimentar la confianza en la solidaridad?
De todo esto hay que hablar con los niños con sinceridad. En estos días, cada familia, lo quiera o no, está enfrentada a la verdad de las cosas. Esta es la magnífica escuela que nos ha tocado vivir. Afrontar la verdad es difícil y tiene su coste. Requiere valentía, sinceridad, generosidad… También supone aceptar vivir en la intemperie, sabedores de que la vida –nuestra vida y la de los nuestros– no está en nuestras manos. Por eso, quien acepta afrontar la verdad, tarde o temprano, necesita de que, quien se presentara como Camino, Verdad y Vida, le tome de la mano, le acompañe por sus caminos y le abra a la esperanza de la Vida.
Juan Carlos Carvajal Blanco
Profesor de la Universidad Eclesiástica San Dámaso