Pronunciar una palabra con Espíritu
Juan Carlos Carvajal Blanco
Profesor UE San Dámaso
Atentos a la memoria
La crisis del coronavirus nos va a dejar una memoria herida por recuerdos muy dramáticos que, por desbordar la medida humana, no encontramos palabras ni tan siquiera para deletrear lo vivido. ¿En qué términos los familiares podrán expresar el sin sentido de una muerte que les ha arrancado a sus seres queridos? ¿Cómo los enfermos sacarán fuera de sí el miedo y la incertidumbre que padecieron en la soledad de una habitación? ¿Con qué explicaciones se libraran de la mala conciencia aquellos que, por decisiones impuestas, decidieron sobre la vida y la muerte? ¿Cuál es el sortilegio por el que se puede espantar el recuerdo de la angustia del aislamiento o del temor a llevar el virus a la propia casa?… Y sin embargo, a pesar del dolor y la vergüenza que pueda causar lo vivido, es conveniente no callarlo. La luz sólo puede entrar por los resquicios de una palabra balbuciente.
La pandemia también nos deja recuerdos admirables que tampoco conviene olvidar. Así es, para ser justos, algo dentro de nosotros nos pide guardar en la memoria lo que en este tiempo se nos ha regalado y hallar la palabra que nos permita acceder a la fuente de la que ha brotado. ¿Cuál es el venero de dónde ha manado la generosidad de tantos sanitarios que les han llevado a poner en riesgo la propia vida e incluso a darla? ¿De dónde ha surgido esa entrega de “la gente corriente” que, permaneciendo fieles en su puesto, ha hecho posible que la sociedad no se viniera abajo? ¿De qué mina han salido esos actos de fraternidad –verdaderas piedras preciosas– que, en medio del temor y la oscuridad, nos han mantenido de pie y nos han alentados la esperanza de un mundo mejor?… También aquí necesitamos una palabra que rescate de la memoria olvidadiza las dádivas que se nos han dado con tanta generosidad.
Medidos por la vida
Hay acuerdo en señalar que la crisis del coronavirus nos ha igualado a todos. El “bicho” nos ha nivelado a países pobres y ricos, a empresarios y a obreros, a gente de izquierdas y de derechas… También nos ha igualado a creyente y no creyentes. Los cristianos hemos pasado por los mismos padecimientos, sin sentidos y angustias que los demás. La fe no ha sido para nosotros una red de seguridad que nos haya servido de protección en las mortales caídas que ha producido el Covid19. Podría dar la impresión de que, en realidad, la fe no aporta ningún valor añadido; y que, medidos por el mismo drama, los cristianos nos hemos comportado como otras personas con convicciones o sensibilidades humanas diferentes.
Quizá es verdad. Pero no se trata de comparar y menos de medir unos grados de entrega y esperanza de los que no se dispone una vara de medir. Pero sí es necesario preguntarnos, a un nivel radical, qué ha aportado y aporta la fe en una situación tan desastrosa como la vivida. Y cuál es la contribución propia e inalienable de los cristianos, so pena de hacer irrelevante el Evangelio.
El valor de una sola palabra
Para un cristiano, el terrible desastre que hemos vivido y que viviremos constituye un verdadero drama, pero nunca una tragedia. Lo que media entre estos términos radica en la confianza que hemos puesto en Alguien que nos acompaña y tiene poder sobre todo lo que destruye al ser humano. Nuestra aportación particular no radica ni en una comprensión más luminosa de la vida ni en la declaración de un sentido más cultivado. Tampoco se acredita porque nuestro compromiso rompa con la permanente tentación de la indiferencia ni porque nuestra entrega sea más generosa. Si esto ofrecemos, bendito sea Dios. De lo que vive un cristiano –y esta es su aportación particular– es de reconocer que en cualquier pliegue de la existencia, por dramática que sea, Dios está; no sólo en la propia vida, sino incluso en la de aquellos que no le conocen, lo ignoran o incluso lo rechazan. De esto, también, es preciso hacer memoria en la Pandemia y encontrar una palabra que lo saque a la luz.
Es verdad, que algunos tienen la impresión de que, en medio de los dramas vividos y de los que nos queda por vivir, el anuncio de esa Presencia no pasa de ser un mero ornamento: bello para momentos de bonanza, superfluo cuando la vida está en peligro. Y sin embargo, no tienen en cuenta que en ello va verdaderamente la vida. A otros les paraliza pensar que, para desvelar esa Presencia, harían falta muchos discursos e infinidad de argumentos que en tiempos de emergencia solo pueden suscitar indiferencia. Fácilmente se olvidan que todo lo que esa Presencia procura y nos hace experimentar se concentra “en una sola palabra, y más aún en una sola persona: Jesús”. Este es –según declara el papa Francisco– el verdadero aporte cristiano, y añade:
“Nosotros que, aunque frágiles y pecaminosos, hemos sido inundados por el río de la bondad de Dios, tenemos esta misión: encontrarnos con nuestros contemporáneos para hacerles conocer su amor”[1].
Testigos de Jesucristo
Lo propio del bautizado –pues para eso hemos sido iluminados por la fe y ungidos por la gracia del Espíritu– es la de testimoniar el amor de Dios reconocido en el rostro personal de Jesucristo. Esta misión es permanente, nunca optativa. Se nos ha dado la identidad de cristiano para dar a conocer un nombre que no podemos callar, so pena de hacer una grave dejación de la encomienda recibida. Poco importa dónde nos encontremos, las circunstancias que vivamos, los dramas que debamos enfrentar, los prójimos con los que compartamos inquietudes y zozobras, miedos y generosidad…, somos portadores de un tesoro que se nos ha regalado: el nombre que revela la presencia del amor de Dios, Jesús.
Pero, ¿no será una actitud proselitista anunciar este nombre, pretender que los que le tienen como ajeno lo reconozcan como propio? En definitiva, ¿no se esconde detrás de ese anuncio una pretensión de reconquista sacral de una sociedad definitivamente emancipada? No cabe duda de que estas cuestiones están paralizando a muchos cristianos en su disposición apostólica; incluso esa prevención parecería ser confirmada por el Papa cuando advierte sobre la pretensión proselitista. Y, sin embargo, es él mismo el que distingue lo que es esta actitud espuria y lo que es cumplimiento de la misión:
“¡Qué importante es sentirse interpelado por las preguntas de los hombres y mujeres de hoy! Sin pretender tener respuestas inmediatas y sin dar respuestas preenvasadas, sino compartiendo palabras de vida, no para hacer prosélitos, sino para dejar espacio a la fuerza creadora del Espíritu Santo, que libera el corazón de la esclavitud que lo oprime y lo renueva” (Ibid.).
Todo hombre que viene al mundo es de la estirpe de Dios y, pase lo que pase, en Él vive, se mueve y existe (cf. Hch 17,28). Cualquier varón o mujer, especialmente en las situaciones límites como las que hemos vivido y viviremos, son portadores de inquietudes y de temores, de anhelos de vida y de amor inagotables. Sin embargo, por el don de la fe, el Espíritu de Dios nos ha revelado a los cristianos el Misterio que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Co 2,9-10). Nuestra misión es entrar en dialogo con los que vivimos y compartir con ellos, no con fórmulas enlatadas sino con palabras de vida, la luz de ese Misterio con la que hemos sido agraciados. No porque esté en nosotros revelar la presencia de Jesús en sus vidas, sino porque es el modo de dar ocasión a que sea el Espíritu el que mueva su libertad y puedan reconocer su compañía y aceptar su presencia salvadora.
Una catequesis que prepare para el anuncio
Desde el inicio de su pontificado, el papa Francisco ha hecho del primer anuncio el pivote sobre el que ha de girar la conversión misionera de la Iglesia. Precisamente por esto, el anuncio del kerigma no puede ser cuestión de especialistas. La cuestión que esta pandemia deja en el aire es si los cristianos, en plena diáspora, hemos sabido dialogar en las situaciones dramáticas que hemos compartido, y si de un modo sencillo, incluso balbuciente, hemos tenido el valor de pronunciar el Nombre por el que nos viene la salvación. La catequesis de iniciación no puede ignorar que este es uno de sus objetivos: alumbrar verdaderos apóstoles de Jesús, misioneros suyos que den testimonio de Él con obras, pero también con palabras.
En efecto, por el bautismo, los cristianos participamos del oficio profético de Cristo. Y es en virtud del don del Espíritu –recibido por la crismación– que somos investidos con el sentido de la fe que nos hace reconocer las cosas de Dios en la vida ordinaria y también recibimos la gracia de la palabra con poder para desvelar su presencia amorosa (cf. Juan Pablo II, Christifideles laici 14f). Aquí no hace falta una gran oratoria, tampoco poseer una batería de argumentos. La catequesis debe persuadir a los iniciados de que están capacitados para pronunciar con libertad (parresia) la palabra que desvela una presencia: Jesús, y también les debe llevar a confiar en la acción misteriosa del Espíritu que, a través de esa pobre palabra, tiene poder para convertir los corazones.
No cabe duda de que Dios ha estado activo en esta Pandemia. Como dice Jesús: “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo” (Jn 5, 17). Él ha prodigado su cercanía y sus actos de amor. Pero, mientras los cristianos no tengamos el valor para deletrear “el Nombre”; muchos –según haya sido su destino– podrán sentirse desheredados y otros disfrutar de unos dones reivindicados como derechos. Sin embargo, ni unos ni otros podrán reconocer que en todo instante han estado en las manos de Dios y que su amor es una verdadera gracia y tiene siempre la última palabra.
[1] Francisco, Discurso a los participantes del Encuentro Internacional: “Encontrar a Dios, ¿es posible?”, para Centros académicos, Movimientos y Asociaciones de nueva evangelización (21 de septiembre de 2019).
PDF DEL ARTÍCULO: J. C. CARVAJALPronunciar una palabra con Espíritu